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LA CULPA ES DE FABIOLA

LA CULPA ES DE FABIOLA

Transcurrieron dos días de un sonoro silencio, hasta que el presidente se pronunció sobre las fotos que fueron filtradas a los medios, respecto del festejo de cumpleaños que tuviera lugar en la residencia de Olivos, en plena pandemia, con diez invitados y en notoria y notable infracción a las normas de control sanitario que él mismo había dictado y se encontraban en plena vigencia.

No tuvo idea más feliz y ocurrente que culpar a su “Querida Fabiola” de haber organizado el evento.

No se hace cargo de la situación y de su compromiso en el desgraciado mitin.

En una actitud vulgar, alejada de cualquier tono caballeresco, con  gesto abrumado, desplaza la responsabilidad y deposita en su mujer la ocurrente reunión.

Limita su compromiso a la debilidad de no haberlo evitado.

Casi ha sido sorprendido, con un suceso que “no debió haber ocurrido”.

Penoso desvarío de quién siempre busca un culpable, como método para eludir su responsabilidad.

Despliega una conducta distraída y desaprensiva: Le hecha la culpa a su mujer.

El Presidente lo hace.

Una sola reflexión expone brutalmente el infantilismo presidencial: El remero multado, por desplegar sus esfuerzos solitarios en algún estuario, le descerrajó: “Quiero contarle que no fue culpa mía salir a remar, fue mi bote el culpable, que quería refrescarse y mojarse en nuestro hermoso Delta”.

Se embarca en la tentación del error de las mujeres.

Que se puede esperar de su “Querida”, expresa en términos subliminales.

Esa expresión y el modo en que se volcara, es muy rica en ponderaciones múltiples, dando cuenta, al instante, de su pronta salida para acometer con disculpas íntimas ante el despiste, previa consulta al psiquiatra personal y en procura de calmar a la mujer por el derrape.

En lo que interesa, jamás, la posibilidad de asumir que fue un error suyo y que se equivoco, acompañado de un pedido expreso de disculpas públicas.

No existe en el lenguaje presidencial la asunción de culpas y responsabilidades.

Alberto se extravía en sus delirios y divagues. 

No trepida en la ingenuidad y en el absurdo.

Configura un suicidio político por manifiesta incompetencia.

La cuestión es que no se trata de la carencia absoluta de estilo, sino que su conducta constituye una patente infracción de las normas sanitarias que el mismo dispuso.

No se resuelve con la promesa de que no volverá a suceder.

La promoción del Juicio Político tiene un efecto simbólico y testimonial, por falta de la mayoría necesaria para impulsar el trámite.

Los argentinos no pueden convalidar con el voto las conductas de semejante esperpento.

El ridículo y lo grotesco deben cobrar su precio.